Es
gratificante encontrar en las salas comerciales de cine películas como la más
reciente obra del director estadounidense Alexander Payne, Los descendientes; cintas
que, a falta de un adjetivo mejor y a riesgo de sonar cursi, se pueden
calificar como “humanas”. Entre el ruido, los efectos especiales y los actores
de moda que acaparan las carteleras, trabajos como este son definitivamente
bienvenidos.
Admito que desconozco la mayor parte de la filmografía de Alexander Payne, pero puedo hablar de la extraordinaria Sideways (2004) y de su genial participación en Paris, je t’amie (2006), obras cuya única pretensión es sencillamente contar una historia. Esta es precisamente la característica que hermana estos dos proyectos con su más reciente filme: en Los descendientes George Clooney interpreta al abogado Matt King, padre de dos hijas y cuya esposa se encuentra en coma luego de un accidente. King es además miembro de una adinerada familia cuyas tierras (un paradisiaco fragmento de Hawái) serán vendidas para construir un ambicioso complejo hotelero.
El título advierte ya el tema central
de la película: Los descendientes presenta a la familia como la inevitable encarnación
del transcurrir del tiempo. Junto al grave estado de su esposa y un futuro al
lado de dos hijas a quienes ha descuidado, Matt lleva sobre sus hombros el
destino de un paraíso de 25,000 acres que han pertenecido a la familia King desde
mediados del siglo XIX. Pasado, presente y porvenir convergen en la dinámica
familiar del día a día.
Entrañable, sin pretensiones y con
actuaciones acertadas, Los descendientes es sin duda un remanso entre
producciones cinematográficas sin alma y cargadas de artificio.
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